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Llama a la puerta la navidad ataviada con bolas de cristal policromadas y luces intermitentes, enmascarada con el artificio de la fantasía que nos hace creer en los sueños. Cargada de promesas tibias y felicitaciones banales, escasa sinceridad, pero estimulante para las buenas obras, en la mayoría de los casos por compromiso.
Viene extemporánea y corrompida por el reclamo de incesantes eslóganes que martillean nuestros sentidos. Como si de un bálsamo se tratase y embriagados por el consumismo, con premura acudimos frenéticos en busca de las gangas a los prohibitivos estantes de los centros comerciales.
Visto de otra manera, parece como si únicamente somos felices al sumergirnos en el bullicio de las multitudes que pululan por los pasillos de los comercios o cuando adquirimos el señuelo que nos ponen en los escaparates.
Para dar el culto culinario que merecen estos días, viene cargada de exquisitos manjares con empalagosos dulces y turrones que se exhiben en las grandes mesas, adornadas con elegantes manteles. Con frecuencia y para diferenciarnos de los discotequeros asistimos engalanados con trajes de noche a los cotillones, donde las espumosas bebidas se desparraman por el suelo para mezclarse con los confetis y las serpentinas que son pisoteadas por zapatos de más de cien euros cuando se baila la "conga".
Mermadas las familias (porque siempre falta alguien) y en el calor del hogar se vislumbra la melancolía en el padre, la madre o en algún abuelo que en ocasiones deambula solitario en silencio de un habitáculo a otro. El resto, conscientes les arropamos con ternura y aliento para intentar llenarles ese vacío con un chupito de alcohol o una copa de cava.
¿Dónde está ese espíritu navideño del que tanto se habla? ¿Existe verdaderamente en el fondo de los corazones (creyentes o no) o hacemos bueno el tópico: “que la Navidad llega únicamente para el mundo de los niños o el de los ilusos”?
Se ame o no, siempre es aceptada: por un lado, la frialdad de los que hacen el acto de presencia, excusa que justifica la poca importancia que cada día damos a la familia. Y por otro, el esfuerzo que hacen los abnegados padres para tener juntos unos días a hijos y nietos, amén a las celebraciones.
Al despedirnos de ella, nos liberamos del agobio, del compromiso, del excesivo gasto. Nos queda el mal sabor, la resaca y la temible cuesta de enero…
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