Un mes después del motín de Aranjuez el usurpador Fernando VII sale de Madrid con su reciente corona y el trono a cuestas para acudir a la ignominiosa cita del pérfido Napoleón en Burgos. Atrás va a dejar al sufrido pueblo madrileño al amparo de una junta suprema de gobierno presidida por su tío, el infante Antonio Pascual, que está a Merced de Murat (nuevo dueño de la capital del reino). Como un torpe ratón, el rey felón acude cegado por su codicia al señuelo que le tiende el hábil general Savary, duque de Rovigo, que incluso se ha ofrecido para acompañarle. Este acompañamiento, sin duda, no deja de ser una excusa para tenerle vigilado.
De la obra de Florentino Hernández Girbal: Juan Martin “El Empecinado”, podemos extraer que el 11 de abril de 1808 llega el rey espurio a Aranda de Duero, deteniéndose en la plaza a la que acuden curiosos y llenos de admiración los lugareños para vitorearle. Pero, este rey no está por la labor, desprecia a su pueblo, las prisas le embargan y no quiere hacer un alto en el camino, ni siquiera se digna a bajar de su pomposa carroza para tomar un refrigerio, prefiere que se lo sirvan a pié de ventanilla y salir cuanto antes hacia Burgos. No quiere que se le vea. ¿Qué razones tan poderosas podrá tener para no atender a su pueblo? se van a preguntar los extrañados arandinos. La traición a España y la cobardía impropia de un rey que entrega su patria, permitiendo que el “gabacho” campee a sus anchas por la geografía española robando, violando y masacrando al que ofrece resistencia.
Cuando parte hacia Burgos la comitiva real, los vecinos se van agolpando para intentar llegar hasta el carruaje del rey, que resignado, saca la mano por la ventanilla para saludar con un breve ademán a los complacidos arandinos. De esta manera se perdió en una enorme polvareda hacia su “cautiverio” de seis años en Bayona.