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La política local vuelve a ofrecer uno de esos episodios que cuesta entender a simple vista, pero que, con algo de contexto y memoria, revela mucho más de lo que parece. El caso de Virginia Martínez, concejala del PP en el Ayuntamiento de Aranda de Duero, ha dejado de ser una simple controversia interna para convertirse en un reflejo descarnado de los métodos, tensiones y contradicciones del Partido Popular arandino. Una expulsión anunciada... y fracasada por cuarta vez.
Lo sorprendente no es ya la polémica en sí, sino el deterioro progresivo que esta situación revela en el seno del principal partido de la oposición (y antes gobierno) en la localidad. Una formación que, tras presentar a Virginia como uno de sus fichajes estrella en las pasadas elecciones municipales —el “pichichi” de su lista—, hoy se encuentra en una guerra abierta contra ella.
Hasta la fecha, se han presentado sendos escritos formales con el objetivo de expulsar a Virginia Martínez del partido. Los cuales todos han sido rechazados. No por una cuestión política, sino por errores de forma, procedimiento y desconocimiento flagrante de la normativa interna y de las leyes que regulan estas situaciones .
La imagen que proyecta el PP local es la de un grupo que, entre la improvisación y el pataleo, intenta forzar una expulsión sin cumplir los más mínimos requisitos legales o estatutarios. El último informe del secretario municipal lo explica con una claridad meridiana, casi didáctica. No basta con el deseo o la consigna: hay que saber hacer las cosas, y hacerlo bien. O al menos, no vulnerando derechos fundamentales ni el principio de legalidad.
La pregunta evidente es: ¿por qué ahora? ¿Por qué Virginia Martínez, que ya formaba parte del Club Deportivo Arandina y cuya figura nunca estuvo exenta de polémica pública, es de repente blanco constante del partido que la llevó en sus listas?
Las respuestas posibles son muchas, pero ninguna se puede confirmar sin conocer lo que realmente se mueve tras bambalinas. Lo cierto es que hay un pequeño grupo —identificable en su acción pública— que ha hecho de esta batalla un objetivo personal y político, sin reparar en formas ni en consecuencias. La insistencia es tal que roza el acoso institucionalizado, y la falta de éxito en sus intentos no ha hecho más que aumentar la agresividad del discurso.
Todo ello sin una explicación clara a la militancia ni a la ciudadanía. Y lo que es peor: sin una estrategia política que resuelva nada. Solo ruido. Ruido político.
Un aspecto que empieza a generar verdadero malestar, incluso fuera del ámbito político, es el uso sistemático de acusaciones infundadas contra funcionarios públicos, especialmente contra el secretario municipal, que ha sido blanco de insinuaciones y reproches sin fundamento cada vez que sus informes jurídicos no se alineaban con las intenciones del grupo promotor de la expulsión.
Cuestionar la labor técnica de un funcionario público, cuando lo único que hace es aplicar la normativa vigente, es cruzar una línea muy peligrosa. Porque no estamos ante una cuestión de opinión o de oportunidad política, sino de respeto a la institucionalidad y al Estado de Derecho.
Que un informe jurídico no guste no lo convierte en incorrecto. Que no se entienda, tampoco. Pero el desprecio constante a las formas jurídicas y la insistencia en caminos torcidos solo agravan la imagen de un partido que parece más cómodo en el caos que en la construcción de una alternativa real para la ciudad.
Lo que deja entrever este nuevo episodio no es solo el problema con una concejala. Es un problema estructural de liderazgo, de coherencia interna y de respeto a las reglas de juego dentro del Partido Popular local.
¿Quién toma las decisiones? ¿Quién las comunica? ¿Hay alguien al frente que asuma responsabilidades? Porque si no, todo este proceso no solo mina la credibilidad del partido ante la ciudadanía, sino también ante sus propios militantes.
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