La Asociación La Carrasca de Nava de Roa acaba de dar a conocer el nombre de los dos trabajos ganadores en el concurso de relatos cortos. Un certamen que se ha celebrado por primera vez y que planteaba el tema de la infancia en el pueblo a los autores.
Ha sido José Miguel Lorenzo Rivas la persona que ha logrado el primer premio gracias a su relato "Recuerdos". No es la primera vez que el autor ribereño consigue premios. En 2022 ganaba el primero de relatos de Valdezate y este año lograba un accésit al mejor trabajo presentado por un arandino en el certamen de relatos breves sobre Igualdad de Género de Aranda de Duero.
El segundo de los premios ha sido para Elba Aparicio Cerezo, de Nava de Roa, por su relato "La casa de la abuela".
“Recuerdos”
Recuerdo aquellas grandes manos, curtidas en mil batallas, que se tendían abiertas hacia mí, para ofrecerme amparo y protección. Recuerdo, también, el tacto áspero de su piel, fruto de una vida entera entregada a la labranza y del calor que desprendían cuando se fundían con las mías en un gesto cariñoso que jamás podré olvidar. Imposible no recordar aquella hermosa sonrisa que se dibujaba en su cara cuando le acompañaba hasta el horno para comprar el pan y el brillo de sus pequeños ojos que, abatidos por el paso de los años, conseguían encontrar el motivo perfecto para emocionarse, una vez más, cuando me acercaba a él para abrazarle.
Ha pasado mucho tiempo, ya, desde aquel último adiós. Media vida alejado de mis orígenes, residiendo en diferentes lugares del mundo en los que nunca llegué a sentirme como en casa. Un sinfín de años en los que la vorágine de la vida casi me hace olvidar que, un día, fui parte de la historia de un pequeño pueblo castellano que, desde entonces, no ha dejado de añorar mi regreso.
Todavía era muy pequeño cuando mis padres decidieron trasladarse a la ciudad, tratando de encontrar una mejora en nuestras condiciones de vida. Sin embargo, la adaptación fue bastante más compleja de lo que nos habría gustado. Acostumbrados a afrontar el día a día en un entorno apacible y relajado, el ritmo frenético de la gran urbe se convirtió en un gran obstáculo que tuvimos que superar a base de mucho esfuerzo y sacrificio.
Al principio, visitábamos el pueblo con asiduidad pero, con el transcurso de los meses, nuestros viajes se fueron distanciando en el tiempo hasta convertirse en algo ocasional. No obstante, cada vez que podíamos acercarnos hasta allí, aprovechábamos hasta el último segundo para disfrutar de la compañía de nuestros seres queridos.
Recuerdo, con gran nostalgia, los banquetes espectaculares que preparaba mi abuelo cuando íbamos a visitarle. En ocasiones, la magnitud de los menús era tal, que parecía que llevábamos varias semanas sin comer. Recuerdo, también, el empeño que ponía para que aprendiera a montar en bicicleta. Siempre mantenía el buen humor que le caracterizaba, a pesar de toda la fatiga acumulada en sus extenuantes jornadas de trabajo en el campo. Recuerdo que, cuando por fin aprendí a valerme por mí mismo, pasábamos las horas muertas recorriendo los caminos que flanqueaban el pueblo hasta bien entrada la noche. Ahora sé que, aquellas tardes de juegos y diversión, revitalizaban a mi abuelo mucho más de lo que lo habría hecho el mejor de los descansos.
Algunas tardes, mis padres, mi abuelo y yo recorríamos las calles del pueblo hasta llegar a la plaza. Una vez allí, me juntaba con otros niños y niñas de mi misma edad y jugábamos a multitud de juegos que, hoy día, han caído en el más profundo de los olvidos. Según fuimos creciendo, fuimos expandiendo, también, nuestro campo de acción y comenzamos a movernos por otros puntos del pueblo y sus alrededores. En verano, íbamos, de un pueblo a otro, tratando de disfrutar del buen ambiente de sus fiestas. Cuando el clima ya no era tan bueno y los días se acortaban, siempre nos las apañábamos para encontrar alguna bodega o merendero que estuviera vacío y así poder reunirnos. Fue allí donde muchos de nosotros bebimos más de la cuenta por primera vez, donde probamos nuestros primeros cigarrillos y donde, por qué no decirlo, surgieron las primeras historias de amor entre los que allí nos juntábamos.
Todavía guardo en la cartera una fotografía en blanco y negro de aquellos quintos del 77. Cuando aparece, entre los demás papeles mientras busco algún documento, suelo detenerme un instante a contemplarla con nostalgia. El tiempo pasa inexorablemente y los buenos momentos son difíciles de olvidar. Desgraciadamente, no he vuelto a saber nada de la mayoría de los que me acompañaban en aquella imagen desde que me fui del pueblo. Sí que es verdad que manutuve el contacto, por carta, con algunos de ellos durante los primeros años, pero acabamos perdiéndolo con el paso del tiempo. Probablemente, nunca más vuelva a ver a la mayor parte de ellos y, en caso de encontrarme con alguno, es muy posible que sea incapaz de reconocerlos por el tiempo transcurrido desde entonces.
Ahora que mi jubilación está próxima, me pregunto, a menudo, qué será de mi vida el día que deje de trabajar. Es entonces cuando mi cabeza se convierte en un mar de incógnitas difíciles de despejar. Sin lugar a dudas, la opción más coherente debería ser continuar en la ciudad y permanecer cerca de mis hijos y de mi nieta recién nacida. Ellos son todo lo que me queda en este mundo y, sin su cariño y su cercanía, mi vida carecería de todo sentido. Sin embargo, hay algo en mi interior; un sentimiento que se agita y me reconcome y que me invita a regresar a mis orígenes; quizá, para tener la posibilidad de disfrutar de aquella infancia perdida o, tal vez, para volver a encontrarme con aquel pasado añorado al que las circunstancias de la vida me hicieron dejar de lado. Lo que sí que es cierto es que, según se acerca el momento, esa tempestad de incertidumbre se hace, más y más fuerte, en mi interior.
Una tarde, mientras amantaba a mi nieta, mi hija me preguntó si había estado enamorado de alguna otra mujer que no fuera su madre. En ese momento, recordé aquella tarde de verano de 1978 en la que Asunción y yo nos besamos por primera vez. Hacía mucho tiempo, ya, que había olvidado aquel atardecer; posiblemente, el más hermoso de mi vida. El estío tocaba a su fin y, tras un fabuloso mes de agosto, disfrutando de la excelente acogida de mis amigos y de la compañía inigualable de mis seres queridos, llegaba el momento de decir adiós. Asunción era una joven del pueblo de al lado que había conocido el verano anterior. Sin embargo, no fue hasta ese año cuando entablamos nuestra primera conversación. De aquel primer encuentro, albergo en mis recuerdos el reflejo de sus ojos verdosos y la simpatía de su entrañable sonrisa. También recuerdo la dulzura que había en sus palabras y la lógica que tenía cada uno de sus comentarios. Para un chico de veinte años, con las hormonas a flor de piel, era más que suficiente para enamorarse locamente. Sin embargo, no fue hasta aquella última tarde, con el sol despidiendo el horizonte anaranjado, cuando dimos el paso y nos fundimos en aquel beso de eterna despedida. Fue el final una historia, tan breve como hermosa, que nunca llegó a borrarse de mi corazón. Lamentablemente, mi querido abuelo nos dijo adiós aquel invierno y mis padres no lograron encontrar ni las fuerzas ni el motivo para volver al pueblo. En cuanto a mí, el miedo y la cobardía me impidieron afrontar un viaje de retorno en solitario que me hubiera devuelto a las manos de aquella muchacha hermosa. Poco después, conocí a la mujer que se convertiría en mi esposa y en la madre de mis dos queridos hijos.
Cuando terminé de hablar, alcé la vista y me perdí en los ojos vidriosos de mi hija. Mientras trataba, sin éxito, de borrar las lágrimas que escapaban de sus ojos, me pidió que la llevara allí, justo antes de abalanzarse sobre mí y abrazarme con ternura. Cuando nos separamos, tomé su mano y la apreté con fuerza. Acerqué la otra mano hacia su rostro y acaricié su mejilla de la misma forma que lo hacía cuando era una niña. Enseguida, me di cuenta de que el tiempo había pasado para mí sin apenas darme cuenta y recordé aquellas manos ásperas y arrugadas de mi abuelo. Ahora, eran las mías las que se marchitaban en sus últimos años de existencia y mi sonrisa inocente la que se escapaba, en un suspiro de alegría, como ya lo hiciera la suya durante mi infancia. Había dejado que la vida se evaporara ante mis ojos sin hacer lo verdaderamente importante; disfrutar de cada momento como si fuera el último.
Esta mañana, al bajarme del coche, he podido contemplar, con mis propios ojos, lo desconocido que estaba mi pueblo. Los recuerdos que tenía grabados en mis retinas se asemejaban a un álbum, polvoriento y descolorido, repleto de fotografías en colores sepia, que nada tenían que ver con la realidad. Durante varios minutos, hemos recorrido, sin rumbo fijo, cada una de las calles de la localidad. Por el camino, le he ido explicando a mi hija cómo era la vida en el pueblo cuando yo era pequeño. Después, nos hemos detenido, un instante, frente a una de las bodegas y le he contado alguna que otra anécdota de mi juventud. Después, hemos estado en el lugar preciso en el que Asunción y yo nos besamos por primera vez y, tras pedírmelo insistentemente, he acabado por comprometerme a acercarme hasta el pueblo de al lado para ver si lograba encontrarla. Finalmente, cuando ya quedaban pocos pasos para alcanzar la plaza, me he detenido ante la puerta de una casa antigua y me he apoyado contra su fachada, dejando escapar un suspiro de melancolía.
Ahora me doy cuenta de lo diferente que habría sido mi vida si nunca hubiera abandonado ese lugar. Me siento como un extraño en mi propia casa y no sé qué puedo hacer para remediarlo. Cada rincón emana decenas de recuerdos que amplifican la añoranza que siento hacia estas calles que, un día, fueron parte de mi infancia y juventud.
Recuerdo la mirada de tristeza en el rostro de mi abuelo el día que le vi por última vez y cómo, cabizbajo, agitaba su mano fuerte, de un lado a otro, para despedirse de nosotros. Es posible que él ya supiera que aquello ya no era un simple adiós sino un hasta siempre y que esa iba a ser la última imagen que albergaría de nosotros en su corazón. Recuerdo también, las palabras de mi madre informándonos del fatal desenlace. No existe un término para definir el dolor que sentí en ese momento, ni el cambio que supuso en mi vida aquella trágica noticia. Acababa de soltarme de la mano, para siempre, mi maestro y compañero de fatigas. Imposible no recordar sus gestos, sus caricias, sus abrazos y aquella inigualable sonrisa que nunca se borró de sus labios mientras recorría, a mi lado, las calles de aquel pequeño pueblo castellano.
José Miguel Lorenzo Rivas
“La casa de la abuela”
Ir al pueblo era un viaje deseado durante todo el año y poco a poco se acercaba el día, qué nudo en el estómago toda la noche, hasta que caía rendida por el cansancio. Salíamos pronto, muy pronto de madrugada así dormiríamos durante el viaje. Yo, no sé si por los nervios o porque el viaje era largo, muy largo, hacía unos viajes malísimos. Mi madre me decía “no molestes a tu padre” porque a los pocos kilómetros de salir ya pronunciaba la famosa frase de “¿cuánto falta?”. Calor, sin aire acondicionado, inexistente en aquellos años, 7 en el coche, mis hermanos dormían pero yo lo pasaba fatal. Después de muchas horas y varias paradas para almorzar y comer, llegábamos a la carretera de San Martín. No faltaba nada, nada y por fin el letrero de NAVA DE ROA.
Recuerdo la casa de la abuela, me parecía enorme. Y recuerdo el olor a jabón de Marsella, que no era otro que el que hacía la abuela, todavía tengo guardado ese olor en mi memoria. Y recuerdo a la abuela en la pila lavar la ropa, no le gustaba mucho usar la lavadora, ella prefería lavar a mano. Mi habitación estaba al fondo del pasillo. Una cama grande y un armario que comunicaba mi habitación con la de mis padres. Yo entraba por la parte de mi habitación y como de una cueva secreta se tratase, aparecía en la otra habitación. Encima de mi cama había una perilla para encender y apagar la luz. Era meterme en la cama y agarrar la perilla, clic, clac, clic hasta que oía a la abuela desde su habitación decir “deja en paz la perilla que se gasta la luz”.
Recuerdo despertar en mi habitación, oía el canto de los pájaros, a los tractores pasar, oía a algún perro ladrar y oía el ruido de los cascos de los caballos al pasar, o no eran caballos y eran machos o yeguas o mulas, todos me parecían iguales. Me gustaba levantar la persiana de madera, tirar de la cuerda y enrollarla, luego había que atar la cuerda para que la persiana no callera. Sol, calor y más sol, siempre hacía sol y mucho calor. Para cuando yo me levantaba la abuela ya tenía el desayuno preparado.
La cocina era grande y había un balcón que daba al corral, entonces todos eran corrales. El desayuno lo tomaba en la mesa redonda que tenía un agujero abajo para poner el brasero. Un tapete con el mapa de España tapaba la mesa. Se me quedaba el desayuno frío, la comida fría porque me gustaba recorrer el mapa con mi dedito, provincia a provincia... “¿dónde está Guadalajara?, y ¿Asturias? y ¿dónde estaba Nava de Roa?”. Nada más entrar a la cocina a la izquierda estaba la despensa. Todos los días entraba y todos los días encontraba algo diferente. Un baúl, el botijo siempre a mano derecha abajo, con el agua fría. No podía con él, pesaba mucho. A base de práctica conseguí separar el pitorrillo de mi boca y que callera el chorro de agua. En la despensa había chorizos, vasijas, platos, cajas con vasos, melones, sandías, judías verdes. Los fines de semana comíamos en el comedor. Qué recuerdo el comedor, si cierro los ojos lo veo en mi memoria. Una foto de mi abuelo presidía el comedor, una mesa cuadrada y una alhacena. En ella mi abuela guardaba unos vasos de licor preciosos, una botella de anís, otra de moscatel y más que yo con mi corta edad no conocía. No faltaba una caja de pastas, la abuela era muy golosa, ni una tableta de chocolate. Yo habría las puertas y mis ojos recorrían las baldas, de arriba a abajo, allí estaban las tacitas de café y los platos de los domingos.
Recuerdo que la casa de la abuela tenía desván. Unas escaleras de madera subían al lugar más mágico de la casa. El centro del desván era alto y caía por los lados hasta tener que agacharse para llegar a las ventanas. Estar allí era desconectar, en ocasiones oía a la abuela llamarme pero yo no contestaba. Y para ir al corral había que bajar unas escaleras. En el corral había una pila grande que utilizábamos de bañera, había una conejera, un gallinero y un pajar pequeño y un pozo con un agua que la abuela decía que tenía un agua que parecía “agua bendita”. El pozo estaba a ras de suelo y recuerdo a la abuela colocada con las piernas abiertas y con el cubo en la mano. Una cuerda larga unía el cubo con la mano de la abuela. Echaba el cubo y subía y bajaba la cuerda hasta que el cubo se llenaba y despacio, pero con mucha habilidad subía el cubo lleno de agua. Después colocaba una tapa de madera y me decía “esto sólo lo hacen los mayores”.
El primer día tocaba ronda de visitas a los tíos y tías y beso por aquí y por allá. Qué poco me gustaba dar besos. Recuerdo que esa ronda de visitas en ocasiones duraba poco porque me negaba a ir donde la tía tal o cual. Pinchaban al dar el beso. Una vez finalizada esa tarea tocaba ir a buscar a mis amigas. Se me pasaban las horas corre por aquí, corre por allí, con la bici podíamos hacer kilómetros y kilómetros. Nos sentábamos en las escuelas, subíamos a Santana, íbamos al canal a bañarnos, nos sentábamos en la Olma a comer pipas, jugábamos en el juego pelota. Los días eran largos y las noches las recuerdo inolvidables. El cielo de Nava era diferente al cielo de mi pueblo. Yo preguntaba muchas a mi madre si el cielo de Nava era el mismo de mi otro pueblo, se veía tan estrellado, tan bonito…
Volvía a casa de la abuela a comer y recuerdo que era comer y en cuanto me encaminaba a la calle para volver a salir mi abuela se había dado más maña y había llegado antes a la puerta. Un cerrojo en la parte baja y “a la siesta” me dejaban mirando la puerta. La abuela no comprendía que si me echaba la siesta perdería unas preciosas horas para estar jugando con mis amigas. ¿Dormir después de comer?, por más explicaciones que daba a la abuela la respuesta era siempre la misma, “a la siesta”. Mis amigas estarían en la calle, jugando, andando en bici y la abuela no lo entendía.
Cuando me levantaba de la tan odiada siesta, no comprendía cómo sin tener ganas de dormir todos los días se me cerraban los ojos, buscaba a la abuela y siempre la encontraba sentada con las vecinas a la puerta de una de ellas o arriba cruzando la calle. Todas en corro, sentadas en sillas bajitas, con algo encima de las piernas cosiendo. Creo que lo descosían por las noches y lo volvían a coser por las tardes porque siempre tenían el mismo mantel, o sábana o pantalón. Casi todas vestían de negro y me parecían muy mayores. Recuerdo que había mujeres en el pueblo, algunas incluso con pañuelo negro, que parecían ancianas y a lo mejor no lo eran tanto. Algunas incluso me daban un poco de miedo, lo reconozco.
Los veranos en Nava eran especiales, largos, intensos, libres. Con mis amigas cada año nos unía más un sentimiento de amistad que desde pequeñas forjamos verano tras verano, aventura tras aventura. Recuerdo que cuando llegaba a mi pueblo contaba a mis amigas de allí historias que las dejaban boquiabiertas. A lo mejor exageraba un poco pero contaba mis veranos con tanta emoción que me escuchaban sin pestañear. Ellas, excepto una, no tenían pueblo de verano y supongo que yo a sus ojos sería una afortunada por tener otro pueblo, por tener la casa de la abuela, por andar libre todo el día, menos las horas de la siesta claro. Todas querían venir a Nava seguramente querían vivir las mismas aventuras que yo vivía todos los veranos. A lo mejor querían también tener la misma abuela que yo tenía. Esa, mi abuela, era sólo mía.
Verano tras verano y año tras año me fui haciendo mayor y la abuela también, pero la casa de la abuela seguía igual. Llegaron los primeros amores, las primeras fiestas de los pueblos, las amistades intensas, las peñas. Pero todas esas nuevas historias fueron dejando mi infancia atrás y seguramente dan para otro capítulo.
Elba Aparicio Cerezo
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