Néstor Sanmiguel: "Convertirme en Hijo Adoptivo me ha supuesto recobrar el cariño de una ciudad de la que yo me he estado escondiendo mucho últimamente"

Pintor de prestigio internacional, su mayor cualidad como arandino es pasar inadvertido junto a sus vecinos y ser uno más

31/03/2019 7:26 | Begoña Cisneros

Reconozco que esta vez llegaba al momento de la entrevista con algo de recelo al saber que iba a ver a alguien importante con prestigio internacional y, además, artista. Lo que me encontré me gustó, una persona inteligente y sabia, pero también muy accesible, cariñosa y humana. Creo que Néstor Sanmiguel Diest se ha ganado con creces lo de convertirse en Hijo Adoptivo de Aranda, y estoy convencida de que los que más hemos ganado somos los arandinos al tenerle entre nosotros. Su arte es único, su forma de ser también.

-¿Qué ha supuesto para usted convertirse en Hijo Adoptivo de Aranda?

-Ha sido muy emocionante y más para los familiares que para mí. Me ha servido para ahondar en mis recuerdos porque inevitablemente haces memoria de las cosas que han ocurrido. En principio fue una sorpresa enorme porque yo ni había caído en que existía ese nombramiento y me costó entenderlo. Pregunté por qué  habían pensado en mí e incluso les dije: “chicos, que exagerados que sois, que yo me he limitado a trabajar”. Pero esto me ha supuesto recobrar el cariño de una ciudad de la que yo me he estado escondiendo mucho últimamente porque no quería parecer un personaje público. Me ha hecho reencontrarme otra vez con el pueblo de Aranda que me ha demostrado una simpatía y un cariño increíbles.

-Llegó a Aranda con diez años y aquí continúa…

-Cuando llegué a Aranda no venía de Zaragoza, donde nací, sino de San Sebastián donde mi padre trabajaba. La empresa Moradillo para la que vino a trabajar le fichó allí donde empezaron a surgir las primeras fábricas de gabardinas que era una prenda de moda y los de Aranda querían empezar con el negocio y buscaron a alguien preparado y se fijaron en él. Mis padres buscaron una casa en la calle Ronda, la única que encontraron en aquel momento en el pueblo que tenía calefacción. Cuando vinimos aquí fue algo casi de asustarse porque no sabíamos dónde nos estaba metiendo mi padre en un pueblo con las calles de barro. Pero yo empecé a salir al campo, empecé a pintar mis cuadritos con los paisajes y me enamoré del río Arandilla. De hecho tengo colecciones enormes sobre los habitantes del río Arandilla. Me enganché aquí y ya no me he movido.

 -¿Cuál es la primera imagen que le viene a la memoria de cuando llegó a Aranda?

-La matanza de un cerdo en mitad de la calle Ronda, eso no se me olvidará jamás; que mi madre y yo nos quedamos espantados. Ver cómo le cortaban el cuello y después le prendían fuego nos hizo sentirnos  aterrorizados. Eso y el convento de las Bernardas derruido donde ahora está la plaza de la Constitución, que estaba lleno de huesos y las pandillas jugando con los restos mortales. No fue una buena impresión, desde luego. También recuerdo las bodegas y las borracheras de la gente, las guerras de tomate que a veces se montaban los borrachos. Desde luego el recibimiento fue muy extraño, y más viniendo de una ciudad señorial como San Sebastián y de una gran ciudad, pero enseguida nos hicimos y me acabó enganchando el ambiente rural. Después de tanta metrópoli y tanta historia de repente la sencillez es muy interesante.

-Y se instaló después en el barrio de Santa Catalina…

-De hecho ahora me preguntan que porqué no me voy del barrio, que me puedo comprar una casa más grande. Pero a mí me gusta el barrio, hablar con la gente del barrio y estar en el barrio y me encuentro muy bien aquí. Aparte de que nunca he tenido problemas ni de proveedores ni de nada, me llegan los bastidores de un fabricante de Soria que es uno de los mejores del mundo, las pinturas de EEUU y las telas de Holanda… y nunca he tenido problemas para nada. Y en Aranda siempre ha habido mucha actividad cultural. Recuerdo que cuando era joven formé parte de un grupo donde estaba gente como Rufo Criado, Carmen Leal, Bernado López. Organizábamos pequeños recitales en los locales de Clunia de la calle Hospicio. Por allí pasaron artistas como Paco Ibáñez, Patxi Andión… Y había una actividad muy interesante y artistas plásticos como Ricardo Cristóbal o Efrén Pinto, fueron años muy interesantes.

-¿Qué es lo que más le gusta de la tierra donde vive?

-Primero que es una tierra que se parece bastante a mi tierra original, Zaragoza. Entre los Monegros y los paisajes que veía desde mi ventana en Zaragoza hacia el Moncayo y las estepas arandinas tampoco hay mucha diferencia. Bueno, aquí hay bastante más árboles y más ríos que allí. Enseguida me enganché, además era muy joven y empecé a conocer a mucha gente.

-En el acto de imposición de la medalla habló con mucho cariño de Luis Kroll, la persona que le descubrió y que le ayudó enseñando lo que sabía en el dibujo.

-Ha estado siempre muy pendiente de mi trayectoria. Yo no sabía quién era él cuando le conocí en el instituto. Traía un vicio porque me gustaba mucho dibujar en la pizarra con tizas de colores y causaba muchos problemas porque antes de que apareciera el profesor ya tenía la pizarra llena de dibujos y siempre les daba mucho apuro borrar lo que pintaba para dar sus clases. Incluso llegué a hablar con la jefa de estudios y dije que borraran lo que tuviesen que borrar, que yo al día siguiente ya haría otros dibujos (ríe). Le caí muy bien a Luis Kroll porque vio que dibujaba cosas que tenían que ver poco con lo normal a esa edad. Yo no sabía lo que era la generación ‘beat’, pero hacía cosas parecidas una especie de surrealismo psicodélico y le llamó mucho la atención. Me invitó a que hiciese con él los decorados de las obras de teatro para aprender a dibujar más cosas. Ya pasado un tiempo me dijo que ya no tenía nada más que enseñarme, que desde ese momento era él el que aprendía conmigo y me empezó a llamar maestro siendo yo un jovenzuelo que además pensaba en otras cosas. También  apareció un tío mío que venía del exilio, Valentín Alcantarilla, y que había sido pintor un poco ‘sorollesco’. Cuando supo que tenía un sobrino muy interesado en las cuestiones artísticas quiso enseñarme y empecé a irme con él en las vacaciones a Valencia. Su lema era que había que aprender a pintar a pleno sol y cuando la gente está pasando, que casi no te de tiempo ni a sujetarla en un dibujo. Él se quedó maravillado, pero yo no le hice mucho caso porque en la adolescencia ya se sabe, la mente tienes demasiadas cosas. Entre la música, las chicas y lo que teníamos en España en ese momento, pues no había tiempo para mucho.

 

 

-Pero acabó enganchado al arte…

-Sí, aunque tardé mucho tiempo. Pero como mi padre estaba muy convencido de que era bueno  me montó un estudio en un local y me dijo me pusiese a trabajar. Tardé mucho tiempo en hacerme al lugar y al hecho de que pudiera estar muchas horas metido solo pero conseguí disfrutar estando allí. La lástima es que no le ha dado tiempo ni él ni a mi madre a ver donde he llegado.  Gracias a ellos en mi casa nunca faltaron los libros. Si quería de artes se buscaban, si había que traer libros no autorizados se traían por los caminos que fueran, y todo eso creó un caldo de cultivo.

-Aún así se puso a trabajar de patronista…

-Me puse a trabajar y tuve que cumplir 50 años para decir “o lo hago ahora o ya no lo hago jamás” para dejar el trabajo. Porque la decisión de dedicarte al arte moderno y luego al contemporáneo llegó más tarde. Dejé el trabajo convencido de que lo que estaba haciendo valía la pena, porque había que pedir la cuenta y tu familia seguía dependiendo de ti y había que medir muy bien. Y yo sabía lo que se tardaba en hacerte si quiera un pequeño hueco. Y a los 50 años es más difícil aún, porque era ya demasiado mayor para que galerías y representantes me hicieran caso. Pero sorprendentemente  apareció la Junta de Castilla y León y los apoyos y todo hizo ‘pumba’. Tuve la suerte de que la Junta de Castilla y León me montase una exposición itinerante, conocí a los futuros directores y gestores del museo de Arte contemporáneo de Castilla y León que aún no tenían ni edificio siquiera y en una exposición ya me compraron la primera obra. El MUSAC me ha ayudado y siempre ha habido un trato cariñosísimo, y más con un casi extranjero recién llegado al gremio. Eso sí, me dijeron que me hiciese a la idea de que acababa de comenzar, que me olvidase de que llevaba desde los once años firmando cuadros.

-¿Cómo es un día normal en la vida de Néstor Sanmiguel?

-Desayuno muy tranquilamente porque soy de despertar despacio, me cuesta aceptar que estoy levantándome al mundo. Después me vengo al taller a trabajar donde ya tengo al operario trabajando. Gracias a él ya no tengo que estar restaurando ni limpiando, ni montando las telas en los bastidores de madera. Ya ni barnizo siquiera y me libro de muchos procesos que llevan mucho tiempo. Ahora sólo me dedico a crear y suelo estar trabajando hasta las diez de la noche, pero hasta hace un par de años tranquilamente podían darme las dos de la madrugada.

-¿Hay fines de semana?

-No, ese ritmo de vida lo hago todos los días de la semana si no tengo que irme a algún sitio. En mi gremio no hay días de fiesta, pero no sólo para los pintores sino tampoco para los galeristas o los museos. Es más, para nosotros ha sido una sorpresa que  la Casa de Cultura cerrara los fines de semana porque no estamos acostumbrados.

-¿Qué fue para usted A Ua Crag?

-Fue la aventura más grande que podíamos correr desde el pueblo. Desde sus orígenes, antes siquiera de que existiera la palabra, cuando empezamos a hablar Rufo Criado y yo (yo tenía el estudio en el primer piso de la travesía de Cascajar y él en el segundo) estábamos convencidos de que desde Aranda de Duero sin mayores problemas podíamos montar un grupo alternativo autogestionado que se pudiese llegar a comparar con las galerías profesionales. Lo hicimos y después vino más gente y también gente de fuera, fue una aventura increíble. Nos introdujimos en el mundo del arte y aguantamos, tomamos contactos con grupos de fuera de España. Yo lo dejé porque la historia individual ya me estaba pidiendo mucho después de pasar por otros dos intentos de grupo: Segundo Partido de la Montaña y Distrito Rojo. La obra colectiva está muy bien teóricamente pero luego los egos te piden obra propia. El paso por A Ua Crag nos enseñó sobre todo para aprender a movernos en este mundo, para saber que nos íbamos a mover en un mundo de navajazos  que tiene un pastel pequeño y donde hay muchos aspirantes.

-¿Cómo aconseja a una persona que realice la visita a la exposición ‘Las emociones barrocas’ que podemos ver en la Casa de Cultura?

-Es muy difícil de explicar ya que no fue una obra consciente construida como tal. Son un cúmulo de circunstancias  que el MUSAC quiso adquirir como una colección completa y fue después cuando se le dio cuerpo, porque eran cartones casi casi de apuntes. Fue la obra donde yo fui adquiriendo un vocabulario que ahora uso de vez en cuando, aunque no mucho, casi cercano a lo jeroglífico donde podía contar historias sin tener que escribir aunque hay muchos textos  por todos los sitios. Entiendo que es una obra complicada, pero ha sido la que han elegido traer el MUSAC y el ayuntamiento. Es muy difícil explicarla porque la inmensa mayoría de la gente no tiene ni idea y prácticamente ni interés por lo que se llama arte contemporáneo y más cuando es un arte contemporáneo con tan pocas referencias. Todo son formas que se pueden traducir pero sólo por encima, a raíz de lecturas que te van dando pistas. Como dijo Picasso no existen las musas ni la inspiración, sólo existe estar trabajando, ahí es donde llega todo. Y yo aunque no me parezco a Picasso cuando las cosas son así hago caso. Ese estar haciendo continuo es lo que me hace descubrir continuamente nuevas situaciones.

-¿Se arrepiente de algo?

-No, de nada absolutamente, ni de los errores ni de los deslices. No soy dualista, no creo ni en el bien ni en el mal, intento ser persona y no puedo ni debo arrepentirme de nada. Uno ha hecho cosas aparentemente mal hechas, comete equivocaciones. En mi caso concreto he perdido muchos trenes pero no me arrepiento porque al final he enganchado un tren casi sin darme cuenta que me ha liberado de penurias.